Mateo el flautista
Así, sin coma explicativa entre Mateo y "el". Sin coma, sin respiración, sin tiempo. Así es la historia que nos narra Alberto Duque López.
Nacido en Barranquilla en 1943 y fallecido en el 2010, Alberto Duque es otro de los tesoros formados, y de atribución, al gran Alvaro Cepeda Zamudio. Un ingeniosos crítico de cine que sabía escribir y narrar y al que, como a Gabriel García Marquéz, le venían valiendo sus dos hectáreas de lo que sabemos la ortografía, y los modismos, y la métrica y la rima si se quiere ver el poema.
Mateo es un sueño lúcido cargado de historia y realidades aterradoras que e tragan tanto al protagonista como al lector. Con un ritmo rápido, de chisme de barrio, donde la coma no tiene un lugar porque respirar es para tontos, la novela nos arrastra hasta un millar de historias enterradas junto a Mateo... Antonio, que la abuela no escuche que te llaman así.
Hay protagonistas sin iguales, está Mateo, al que la abuela no le gusta que le llamen Antonio y Magdaena y Juan Sebastian (Bach) y El padre, La madre, Los niños. Y la carne, la carne de los niños sobre y bajo la mesa, con los pelos y demás.
Porque, si de algo está repleta esta pesadilla (sueño compartido) es de sangre: sangre en las manos de los infantes, sangre en el aserrín debajo del cual encontraron el cuerpo, sangre entre las piernas de las mujeres y en el buey degollado. Sangre es de lo que habla el libro y de lo que están repletas las almenas, los trenes y el mar, ese que pasa desapercibido ante las mil y una andanzas de Mateo, con su flauta en Semana Santa, con su flauta que lo hace distinguible y por la que la profesora lo llama Antonio.
La historia discurre en Puerto y nunca sale de sus calles, aunque nos transmite a lugares cercanos con historias cercanas y desenmarañando los secretos de los habitantes, desde El padre hasta La madre y por supuesto Magdalena (Juan Sebastian es más crítico que cuenta cuentos, como los demás). Lo que narra no se sale de lo usual, la vida dura de un niño, de un adolescente y también de un hombre, las intrigas familiares que a veces parecen heredarse y que se quedan cortas frente a la apoteosis que supone el devenir de la vida en un país como Colombia.
Mateo el flautista es lo que es su gramática, una seria de acontecimientos sin pegas, sin frenos, sin comas, un tranquilo y a la vez irrefrenable espejo de la realidad humana, de sus cuestionamientos y de lo inútil que es luchar ante un destino que ha venido más preparado que uno.
Ligera como pocas, te dejará pensando más de una semana en todos los posibles significados de sus frases sin respiro, que, aún ya conociéndolos, te generan un desasosiego enorme por parecerte tan familiares.
Un poco pretenciosa, pero que sabe hacer cumplir lo que promete.
Nacido en Barranquilla en 1943 y fallecido en el 2010, Alberto Duque es otro de los tesoros formados, y de atribución, al gran Alvaro Cepeda Zamudio. Un ingeniosos crítico de cine que sabía escribir y narrar y al que, como a Gabriel García Marquéz, le venían valiendo sus dos hectáreas de lo que sabemos la ortografía, y los modismos, y la métrica y la rima si se quiere ver el poema.
Mateo es un sueño lúcido cargado de historia y realidades aterradoras que e tragan tanto al protagonista como al lector. Con un ritmo rápido, de chisme de barrio, donde la coma no tiene un lugar porque respirar es para tontos, la novela nos arrastra hasta un millar de historias enterradas junto a Mateo... Antonio, que la abuela no escuche que te llaman así.
Hay protagonistas sin iguales, está Mateo, al que la abuela no le gusta que le llamen Antonio y Magdaena y Juan Sebastian (Bach) y El padre, La madre, Los niños. Y la carne, la carne de los niños sobre y bajo la mesa, con los pelos y demás.
Porque, si de algo está repleta esta pesadilla (sueño compartido) es de sangre: sangre en las manos de los infantes, sangre en el aserrín debajo del cual encontraron el cuerpo, sangre entre las piernas de las mujeres y en el buey degollado. Sangre es de lo que habla el libro y de lo que están repletas las almenas, los trenes y el mar, ese que pasa desapercibido ante las mil y una andanzas de Mateo, con su flauta en Semana Santa, con su flauta que lo hace distinguible y por la que la profesora lo llama Antonio.
La historia discurre en Puerto y nunca sale de sus calles, aunque nos transmite a lugares cercanos con historias cercanas y desenmarañando los secretos de los habitantes, desde El padre hasta La madre y por supuesto Magdalena (Juan Sebastian es más crítico que cuenta cuentos, como los demás). Lo que narra no se sale de lo usual, la vida dura de un niño, de un adolescente y también de un hombre, las intrigas familiares que a veces parecen heredarse y que se quedan cortas frente a la apoteosis que supone el devenir de la vida en un país como Colombia.
Mateo el flautista es lo que es su gramática, una seria de acontecimientos sin pegas, sin frenos, sin comas, un tranquilo y a la vez irrefrenable espejo de la realidad humana, de sus cuestionamientos y de lo inútil que es luchar ante un destino que ha venido más preparado que uno.
Ligera como pocas, te dejará pensando más de una semana en todos los posibles significados de sus frases sin respiro, que, aún ya conociéndolos, te generan un desasosiego enorme por parecerte tan familiares.
Un poco pretenciosa, pero que sabe hacer cumplir lo que promete.
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