Aquelarre

Entras en un mundo discordante, huele a roca, humedad, tierra y nostalgia. El bosque es música, susurros de viento sobre las hojas y chapotear del miedo en el quieto lago. Caminas con lentitud, apreciando el sonido de cigarras, grillos y otros bichos de la noche. Se filtra la luna sobre las ramas altas y arranca a tu cabello destellos de una inmortalidad crepitante que recuerda a las vírgenes descritas en el paraíso, ese paraíso eterno que permuta en sueños de los hombres y no en los vacíos textos de las religiones. Diosa mía, vagas por ahí sintiendo el mundo a través de tus pies desnudos sin saber que canto esta última canción para ti.  

Hace rato ya que he dejado de mirar al cielo, a las estrellas siempre eternas, para concentrarme en el fuego que calienta el pequeño claro que me sirve de hospedaje. No llevo más que una pistola vieja, la del abuelo, y entre mis botas guardo la foto de tu hermana y de tu madre. La camisa verde, los pantalones de campaña que ahora son de un café desgastado y triste y las botas negras, las que odiabas por hacer ruido al pasear por tu corredor y espantar al gato que dormía siempre en el barandal. No tengo más indumentaria. Todo lo demás lo he vendido en un mercadillo de pulgas al pasar a recoger la moto, que está aparcada y parece no pertenecer a este lugar. Viene de otro tiempo, de un presente-futuro que no parece pertenecernos. La observo y sonrió, porque despeinaba siempre tu cabello en los largos viajes de fin de semana, a los que nunca dijiste no y por los que siempre suspiré repetir hasta el cansancio… hasta que nuestro vehículo no diera más, nos quedásemos en medio de la carretera muertos de risa y frío y no pudiésemos regresar. Que fueses solo mía, no del mundo. No del universo.

Sé que ahora has de llevar el vestido recogido a la altura de las rodillas para bordear el lago. Ese barro incomodo al fondo de éste no te molesta, para ti es un divertido masaje, y el agua fría no importa, solo te impulsa a seguir, a terminar con tu trecho para subir la pequeña pendiente de rocas. Agarras firme, con las puntas de esos dedos largos que parecen de pianista y te aúpas hasta la cornisa diminuta que marca el inicio de la gruta.

El fuego crea figuras extrañas, tanto en su seno como en las sombras que proyecta. Creo ver en una esquina al gato, rechoncho y de mal humor, restregarse a las pantorrillas de tu madre para pedir comida, a ella agachándose para acariciarlo y a ti riendo. Frente al espejo, tus dedos formado una trenza y tus ojos oscuros pendientes de olla hirviendo que tu madre ha descuidado para atender al animal. Siempre alerta, vigilando cada pequeño aspecto de tu incumbencia. Hay también un pequeño baile entre dos llamas —no aquí, más allá. A la izquierda—, creo que una es Lucia y la otra es Marta, en el corredor, a la hora de la cena, el día en que decidimos que reunir a las dos familias era buena idea. Como gotas de agua, esas dos niñas se entendieron mejor en un cuarto de hora que mis padres en treinta años de matrimonio. Por algo habrán de quererte a ti más que a mí y seguir tu ejemplo como si fueses el manual del éxito.

Es muy probable que ya hayas virado en las catacumbas de la noche rocosa, picados tus pies por infames puntas del magma compactado. Tiempo, te diluyes en el tiempo y en las sombras, en la luna que se desliza en girones por claraboyas naturales en tu palacio de magia. Te puedo ver, sin estar presente, cantando con esa garganta profunda, de ecos magistrales, en medio de las caras pétreas de tu catedral, con el agua corriente como corista y tus hermanas del viento como espectadoras. Ellas ya te esperaban, siempre te esperan. Igual que yo. Igual que el mundo.

Me pesa ahora el llanto en las pupilas de solo imaginarte. Las llamas me recuerdan a tu voz, un eco vibrante, que está viviendo y muriendo al mismo tiempo. Saltos, caídas, abrazos, besos, sexo, rabia, adrenalina, estrés, furor, amor, la guerra, el odio, las pasiones, la sangre de libertad y de represión, el manifiesto comunista en exaltación y las siempre solemnes túnicas de los cardenales… todo eso eres, todo es tu voz, toda esa es tu esencia. El equilibrio perfecto entre el ser y el estar, querer y poder, hacer e imaginar. Puedo verlo, en las llamas, en los recuerdos, en tu cuerpo haciéndose universo en las sabanas y tomando forma en las llaves de mi saxofón para escapar en música ligera.
Recuerdo como solías escucharme tocar por horas, sentada en el piso, con las piernas cruzadas y la misma mirada perdida de todas las niñas mañosas. Después de las notas venían los besos, y los te quiero eternos que no borraron las mil borracheras que me he pegado, ni los cientos de cigarrillos, porros, líneas y otras tantas mercancías a las que recurrí en mi idea de alejarte. Sigues aquí, presente, tanto como en tu cueva, con los pies rozando el mundo de los sueños en un baile de luna.

Mírame, mírame en el plateado reflejo de la amante de poetas sobre el agua, en la ligereza que demuestras al hablar con tus compañeras, con esas otras viajeras. Haz que me sienta parte de ti, solo una vez, enredado en tus pupilas dilatadas. Sabes que el arma pesa, que me hace preguntas a las cuales no tengo respuesta y me pierdo, me pierdo en sus interrogantes mudas, en ese ojo que sin fondo, ese vacío que llama. Pero al pensar en ti dejo de verla y no hay necesidad de dejarme caer, de flexionar el índice.

Las llamas siguen, el tiempo cambia.

Había un ligero olor a tierra. Estabas a la orilla, sonriendo, esa sonrisa que solo regalas cuando la dicha te colma y quieres compartirla con el mundo. Tu cuerpo desnudo, el agua bajando por entre tus pechos, recorriendo tu estómago y perdiéndose en tu entrepierna. Las gotitas suaves, descolgando de tu pelo para bajar por tu espalda, dibujar la forma de tus senos y surcar lágrimas en tus mejillas. Me muero por regresar allí, por perderme en la proximidad de un orgasmo compartido, de la calidez intrínseca en nuestra aventura. Pero estoy aquí, y tu allí. Has preferido el intenso mar de oportunidades que es la libertad al camino pedregoso de una compañía accidental. Te fuiste con mis sueños, con mis amores. Te di tanto de mí que hasta el amor sentido por otras lo puse a tus pies. Y dijiste no, dijiste que no a abrir tu corazón, corriste hacia la primera salida en cuanto el futuro nos alcanzó y los sueños de una juventud se acercaban más a las realidades de la adultez.

Mi niña inquieta.

Mi pobre ángel perdido.

¿Hay entre tus filas otro elemento tan sospechosamente ritual como tú? Si es así, deja que deserté y que me arrulle esta pena inmensa. Tráela. Trae a Pamela, a Stella, a Fanny, a Carol o a Eliza. Trae a quien tú quieras: la más fea, la más bella, la que más me odie o la que menos, pero has que pierda por un momento este miedo a la muerte, a no poder volver a amar con esa intensidad que arrebata y mueve montañas. Deja tu claro, tus aromas, tus alabanzas a lo eterno y vuelve a mi pecho.

Duele. Demasiado, me quita el aliento. Cuando dijiste no querer más, el brillo del sol se perdió y la necesidad de demostrarme a mí mismo ser un salvaje superviviente renació. Solo que, me doy cuenta, no lo soy, no después de ti, del sortilegio de tu mirada.
Me da algo de pena esa moto, que desperdicio. Me doy pena yo, que mal ejemplo. En cambio, tú en mi situación solo te hubieses cortado el cabello y comprado unos zapatos nuevos, cambiarías el color de tu habitación, hubieses pintado un cuadro, sembrado un árbol, mezclado una esencia nueva en tu perfumería y un viaje pequeño con alguna amiga a otra ciudad. Pasos simples, pequeños, de mujer. Ahora mismo navegas hacia el frente sin miedo, sin mí, y quizá hasta empieces a olvidar los besos, las palabras, los momentos que con todas mis fuerzas trato de atar para que no se disgreguen en mi pasado y pierdan su efecto conmovedor. Tú, con tus hermanas, tus amigas, tu aquelarre, eres más feliz que el cielo con sus estrellas inmortales de poesía.

Besas sus pieles suaves, sus mejillas discretas y yo miro el bosque. La eterna oscuridad a la que el hombre huye desde el momento en que adquirió consciencia de su poca probabilidad de sobrevivir en un mundo hostil… nuestra especie ha estado plagada de idiotas desde entonces, hombres que en lugar de enfrentar el peligro buscaron la manera de ahuyentarlo. No aprendimos a ver en la oscuridad o a aprovecharla para nuestra caza, descubrimos el fuego y le hemos temido por siempre. Idiotas como yo, que envidio a tus discípulas y allegadas.

Pregunté por ellas tantas veces, hice tanto acopio de fuerzas para no enojarme ante tus evasivas.

—No son nadie, solo amigas, conocidas, un circulo de experiencias —era una plegaria, una de las muchas que sabías.
—¿Segura? —Mis inseguridades patentes en todo momento. No saber de ti más que lo necesario, lo que tú me dejabas ver.
—Sí, no te hagas películas.
Y sonreías.

Cuando sonríes el mundo brilla y yo dejo de pensar con claridad. Lo sabías, lo has sabido siempre, si estuvieras aquí sería lo único necesario para que dejara de lado el arma, el fuego y mis dudas para correr de nuevo a ti. A ti y a tu caprichosa forma de ser.

 —¿Vas a ver a tus amigas?.

Tarde de viernes, el sol brillando con claridad y una fina lluvia bañando la ciudad. Esta vez era un vestido amarillo. Energía y vibraciones que se apegaban a tu cuerpo de nadadora y bailaban con la gracia del viento entre tus firmes piernas. La duda corriendo por mis ojos y el hechizo naciendo en tu mirada.

—A algunas, no te preocupes. Estaré de vuelta antes del anochecer.

Y te fuiste, con el paraguas abierto pero saltando entre charcos. La sonrisa eterna, imperdible, pegada a tu rostro. Los transeúntes, todos llenos de rabia por el clima que les retrasaba, te aniquilaban con miradas de envidia por tu fe en ese llanto del cielo. Etérea. Hada entre el cemento, mujer entre las flores. De ti nace la imperdible necesidad de regresar al nido y sentir seguridad.

Seguridad.

Un nido.

Sueño.

Tu.

Tu sonrisa.

La foto.

La foto de mi abuelo en la guerra. La foto de él sonriendo porque todo había acabado, porque, sucio y cansado, estaba en casa con mi abuela en los brazos. El arma, en la foto el arma está sobre su baúl de viaje. Ese chechere ya no existe, pero me queda el arma y el arma, igual que cuando él acabo con sus enemigos para llegar a casa, a mí me va a ayudar a acabar con mis demonios para ir a ti.

Una bala.

Sabía que solo necesitaría una.

Te veo del otro lado.
Cuando pasé a su lado sentí infinitas ganas de llorar. La bala había perforado desde su paladar y volado la parte superior de su cráneo. Su cabeza era una masa informe. Lo contemplé por un rato sin querer llevarme su alma, suplicaba irse rápido mientras sus sentimientos aun clamaban verla.

La sentí a ella. Lejos, muy lejos, más viva que cualquier ootra criatura que hubiese tenido el placer de contemplar.  A ella y a su corte de mujeres-gato, de adoradoras de la luna, de infelices inmortales. Llevan milenios haciéndome ofrendas iguales, disparatadas.

Hoy es un hombre cualquiera, ayer fue un gobernante, mañana será un mendigo.

Recojo lo que queda de su espíritu, un pesado talego de añoranzas inconclusas, y disfruto de ese amalgama de sensaciones que los hombres llaman locura. Es mi plato favorito. 

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